NOVELA: "LA PLEGARIA DE LA YERBABUENA"

Una noche la encontró en un banco del parque durmiendo envuelta en una estola violeta, un jazmín se desprendía de su boca entreabierta.  Su perro con cara de buen guardián la custodiaba.  El silencio era muy quieto. Solamente los árboles lo suscitaban.

 

El perro gruñó ligeramente, pero dejó a un lado su reclamación de guardián moviendo la cola como si aceptara al que llegaba.  El hombre la dejó dormir, y solo se sentó pasivamente en otro banco.  Pañuelo no supo de su presencia, soñaba demasiado lejos para conocer del hombre.  En ese sueño subía y bajaba peldaños de una gran  escalera, y cuando llegaba al último  peldaño veía un enorme espejo rosado.  Nunca lograba ver su imagen.  Era otra muchacha bien distinta quien aparecía como  imagen mostrando una desnudez tiernamente pasiva. Que solo se realzaba por unas letras oscuras que aparecían sobre su cuerpo.  Pañuelo quería leer el aviso del otro cuerpo y consiguió en el sueño palpar el espejo.  Solo entonces las letras oscuras se llenaron de luz,  y con una escueta sonrisa la muchacha dejó entrever su letrero... Soy un animal izquierdo.

 

Se despertó muy trágica del sueño,  pero con una prueba exacta de su infancia. Y aspirando la humedad del parque,  expulsó como lanzando al vacío, aquellos sueños de caprichos imaginarios.  El parque siguió en silencio, aceptando aquella utopía.  Aclaraba así que su espacio era una vieja profesión que no devela los secretos de nadie.

 

El perro con todo su derecho de compañero,  y convencido del recelo en la custodia, y de su lugar en la tierra, se dejó acariciar por Pañuelo. Ofreciéndole así una fidelidad más de su inocencia.  Envuelto en la estola violeta y sin hablar de trampas ni traiciones, cruzando quizás por encima de todos los argumentos, de todos los sueños y de todos los apuntes de la vida de Pañuelo, se quedó dormido.

 

Ahora Pañuelo volvía, aprovechando el silencio del parque,  a meditar sobre el secreto del espejo rosado.  Buscaba la causa de ese sueño que tanto la perseguía, culpando siempre  con ridículas amenazas al inventor de su signo Tauro.

 

Enrollada en su estola y con el perro como único superviviente de su memoria. Quizás algo estática y con la mirada escapada en el parque al fin se convenció de la causa: Estaba detenida en el tiempo. En su tiempo de infancia.  Y buscó una idea o una palabra que la ayudara a desvirtuar ese raro tiempo en la muchacha del espejo rosado.  Discurrió, se confesó... Pero no encontraba a ese animal izquierdo,  aunque si se reconoció en él con sus propios fracasos, con sus propias  farsas, con sus propias aventuras…

 

El hombre seguía inmóvil. Recogido en sus reflexiones.  Solo las hojas secas de los árboles lo hacían despertar de sus irrealidades.  También meditaba pero sin fijeza alguna, agradeciendo estar allí, por encontrarla dormida en su escenario de sueño, sin lamentarse siquiera de su sacrificio de guardián.  Otro guardián como el perro, pero con otras imágenes. Flagelándose por el ansia de encontrar nuevamente a María en el parque.  Incapaz de crear una nueva reprimenda que hiciera que su María abandonara para siempre el pervertido deseo de dormir en los parques.  Sin todavía entender que María era un virus, un tatuaje… Una líder de sus milagrosas subsistencias.  Empeñada solamente en regalarle a Dios una de sus hojas mugrientas, y que la aceptara. Eso era lo fundamental para María.  Que Dios necesitara de su obsesiva existencia para clavar la vida.

 

Con ese recuerdo inevitable se estremeció, y una conmoción interna ahora estaba muy nítida en sus imágenes.  María con todas sus tonalidades estaba allí: inconfundible, consciente de su perfección.  Torneada su piel y su textura. Y por encima del encaje del blúmer una pequeña ventanita del pubis.

 

El cuerpo de María le llegó como un suceso místico, y con su siempre perfil femenino se le apostó en sus ojos.  Su olor sexual, penetrante como una máscara de cerámica: caliente, anunciándose.

 

Un sonido que ya no sabe si siente o no lo siente. Y el hombre allí, sentado en su parque,  acariciando con los ojos los senos de María.  Uno senos que punzan como instintos felinos, para que la reconociera única. Muy única en el ritual como siempre.  Después la vio quitarse, sin apagar la luz y sin desdoble alguno, toda su ropa, buscando así esa doble sensación como un sacrificio salvaje de éxtasis.

 

Por eso sus ojos delirantes se quedaron agarrados duramente a la hendidura del pubis de María, el vicio como una inocencia concebida se fue estallando en su pecho.  Entonces se adentró sin disfraces en el sudor de María, entrando y endulzándole el alma.  Penetrándola.

 

Pañuelo abrió los ojos sin ningún interés.  Sus anhelos, sus culpas y sus dudas ahora estaban en el parque. Y se mantuvo en silencio, queriendo romper así dolor, miedo y enigma en aquella quietud.  Pero estaba incómoda.  Los recuerdos la comprimieron sobre su espalda, y sin avergonzarse de sus lágrimas le habló al perro con mucha angustia.  Este la miró tratando de evitarla con ojos insignificantes. Convencido también de aquel mundo mágico que ella lamentaba.  Ese mundo que solo él apadrinaba guardándole sus secretos.

 

Y se quedó un rato más acostada en el banco disfrutando de aquella sensación de perro y parque.  Suspiró ligeramente buscando con la mirada una de sus quince estrellas, y extendió las manos hacia el cielo sintiendo que el corazón le latía en los oídos como un sonido frágil o como un olor desconocido.

 

Acurrucándose más fuertemente junto al perro emitió un aullido bajo como si estuviera encerrada en una gaveta,  y tocó con el dedo índice la oreja del perro.  Sintiendo así que la sonrisa le llegaba al verlo como un pollito dentro de su cascarón.  Y cantándole una melodía lo arrulló, éste le siguió el juego moviendo su cola como un escape de la felicidad a veces triste de Pañuelo.

 

El hombre estaba preparado. Desde su ángulo veía como Pañuelo apretaba los dientes para no gritar.  El parque no le prohibía a ninguno de los dos el perdonarse sus culpas y sus miedos. Estaba allí como un animal que no cambiaría nunca su estrategia.  Pasando de un olor a otro apenas perceptible, pero estático.  Mirando, oyendo… Oliendo.

 

Pañuelo sentía todo aquello como un castigo. Y se reprimió batallando por ser buena para no recibir palmadas en las mejillas, para no estar encerrada en un cuarto con la única luz de la neblina.  Luchó sola y en el parque para no disolverse, para  no convertirse en una burla. Para perdonar a sus pecadores.

 

Pero le resonaba en los oídos algo muy estruendoso: su repugnante infancia. Y respiró con la boca bien abierta tragándose el llanto y la conciencia. Respiró para vivir y no morirse sin infancia.  Guerreó.

 

 Deslizándose afuera de su estola se sentó en el banco con las manos apoyadas en el mentón.  Buscando ensayar en esa posición una nueva forma de esperanza.  Por lo menos más elegante.  Más digna.  Más pacifista.

 

El hombre dejó su rastro de colilla apagada en el banco y vino a su lado.  Se observaron espaciadamente, pero dispuestos a aceptarse con sus burlas, sus malas formas y sus perfumes baratos... Se descubrieron sin abusar del parque.  Al parque no lo podían abandonar porque era la única puerta abierta por donde ellos lograrían pasar con más cuidado por la vida.

 

          _ Ven conmigo para mi isla...

          _ Tu isla no borra mis depresiones. Contestó con

              sus manos todavía  apoyadas en el mentón.

 

Pero ella no sabía de mapas, ni de geometrías.  Pañuelo sabía de otros refugios donde los aromas eran sudores baratos, hierbas machacadas y salivas malolientes.  Baños con terrorismos pintados y mujeres madres abortando dentro de  esos mismos baños.

 

El hombre no cambió de posición.  Sabía que Pañuelo anunciaba su dolor con demasiados dramas.  Se obligaba a ser más desgraciada que las otras,  porque sus actos repetirían su yo hasta el final.  Hasta su propio y mismo final.

 

Y esperó el soplo de Pañuelo.  Un soplo como el de María, cuando desgraciada o feliz corría contra sus combates personales. Incapaz de extender un solo dedo contra su parque a veces desierto.  Por eso la espera.  Pañuelo debe ser parte de la escenografía del parque para llevarla al refugio de su isla. Al refugio de su vida.  Necesita, como María, ser desgraciada o feliz y también correr contra esos combates personales.  Contra esa infancia.

 

Pero a Pañuelo se le ocurre que el hombre la está rehaciendo. Y siente que su propio cuerpo está aparte, lejos. Distante del parque.  Ve como una luz rosada,  y sabe que el hombre le está dando otra vida para su isla. Para su mundo.

 

- He descubierto que puedes ser un dios porque

    consigues dibujarme con azogue...

 

El hombre se sonrió cerrando los ojos. ¡Por fin la paz!  Ahora pupila y pupila en un mismo banco del parque.  Perro en su diestra.  Muslos de pubertad dentro de sus sentimientos.  Compases en el mismo banco. Y el parque como profeta bíblico, dispuesto a la alegría. Acariciando isla, puertas, recuerdos. Vida.

 

Y volvió a despertar del otro sueño con otra prueba más exacta de su infancia.  Y aspirando humedad trató de expulsar nuevamente aquellos caprichos imaginarios.  El hombre seguía en silencio, él aceptaba aquel sueño utópico de Pañuelo. Demostrándole así al parque su espacio de animal izquierdo. Ahora dormido...

 

CUBA, 2011.

 

 

 

 

 

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