LA PLEGARIA DE LA YERBABUENA... MI NOVELA

Nunca aprendí su nombre porque era muy presuntuoso.  Tan presuntuoso que muchas personas solo lo usan para escribir mensajes discordantes en las paredes.  Sí supe que era actriz, pero no una actriz de cualquier espacio.  Era más bien de humo, de posesión.  Con ella aprendí a salvar mis recuerdos, a falsificar misterios.  A leer a Rilke.

 

Para mí no existió ninguna contradicción cuando tenía que nombrarla con ese nombre.  Jamás lo hice.  La llamé Uva. 

 

Yo podía caminar por las calles junto a ella disfrutando de grandes y bellas ciudades, pero algo sí no  podía tolerar, y era que la llamaran por su nombre.  Inmediatamente después de sentirlo debía respirar profundo, eliminar jaquecas y apaciguar mis oídos con rezos.  Esto le hubiera permitido a Neruda escribir nuevamente "mis criaturas nacen de un largo rechazo". 

 

Quizás fuera exagerado que Neruda hiciera con su verso un patrimonio para mi conducta. Pero así era.  Como una inmensa realidad mis neuronas se dispersaban, se alocaban,  me distorsionaban, entonces me convertía en una luz negativa a todo encuentro.

 

Cuando le expliqué a Uva el porqué de mi posición canina se sonrió, y dejando caer sus hombros me señaló el mar.  Lo hizo sin tensión alguna, provocándome una sensación de desamparo horrorosa.

 

Uva era la virginalidad que todos los poetas necesitan.  Y yo la necesitaba más que ninguno.  Con sus pañuelos atípicos, como ejemplo de su profesión o de su disfraz con la vida, inventaba situaciones sin apertura, cerraba nociones de irritación.  Y podía trasladarse de un relato a otro sin perderse.  Su expansión revelaba un interés muy marcado: lograba ser clásica sin proponérselo.

 

Gracias a ese enorme significado místico nunca llegó a los prejuicios localistas, Uva era de una conciencia libre. Soberana absoluta de sus episodios.  Insurrecta de su oficio.

 

Una noche me la encontré llorando, y solo atiné a decirle: olvidaste cerrar las cortinas de tu teatro.  Se sintió burlada y me musitó, "somos un experimento que dios está haciendo y que tal vez no salga".  Encontré tan asombrosa aquella respuesta que la abracé llorando junto con ella.  En ese momento tocamos  un punto, algo infinito que desconocíamos por completo. 

 

Y determinada por aquella fascinación mis intensiones atraparon toda su sensibilidad. Y entre lágrimas de buenas intenciones, Uva se despojó del secuestro de la humanidad.

 

Llegamos a una etapa ingenua. Sentí a Uva como una magdalena húmeda, necesaria de un eslabón. Un puente que conectara "su mirada atlántica con mi natural pacífico".  Y entre sentimientos y salidas que flotaban como el aire enlazamos nuestras manos.  Poesías de otras dimensiones, promesas y definiciones huidizas se correspondieron.  Mi causa y efecto, regido armoniosamente por las caricias de Uva, penetraron  hasta mi desnudez filosófica.

 

Uva habló de París, pronunciando palabra por palabra sin excepción alguna.  Solo al margen de una de sus descripciones se separó un poco de la ciudad parisina recordando "con dominio pleno de sí mismos sabemos expresar: hasta aquí llegamos".  Rainer María Rilke había llegado a su mente con su Segunda Elegía y la llamaba para despertar su bola de cristal. Sin llave, sin pie que golpeara a su puerta.  Entonces Uva apoyó ligeramente sus labios en los míos y se fue a rebullir en la ciudad,  inventando un asunto olvidado.

 

Necesitó quizás de un etéreo perfume que la hiciera constante.  Yo necesitaba de un reencuentro para dejar a un lado "al dios del mensaje", cuando acrecentara mi nuevo descubrimiento: Verdaderamente Uva era un tormento.  Mi tormento.

 

Se desapareció semanas enteras.  Y mi acostumbrada manera de sentirla me hizo extrañarla.  Mecánicamente, y sin proponérmelo me fui a otra ciudad donde el mar no me  recordara con sus habituales olas, a la Uva sin obstáculos y sin puntualidades que me había besado con tanta tibieza.

 

Até un pañuelo a mi cabeza de la misma manera que ella me había enseñado sonriendo por lo alto,  para despojarme de ángeles despeinados.  Lo demás fue simple: vagar, trastocar el orden en la ciudad, inmiscuirme en actos.  Y lo que entonces imaginé accesible se detuvo. Se paralizó.  Inocentemente yo estaba  prisionera de la estrategia  de una mujer. Una sola mujer con rostro y pose de fotografía.

 

Un temblor invadió mi cuerpo al sentir un murmullo ligero  pero a la vez inaudito. Su raro sonido me invadía nuevamente.  Ella con su buena acción y su sombrero de teatro llegaba a la ciudad. A esa otra ciudad que yo creía muy mía y muy puritana para mis privilegios.  Con toda lo melancólica que pudo se me acercó para decirme, ésta ciudad es un clásico de dios con mi llegada...

 

Y entonces se me ocurrió contestarle  en versos. Uva, "si por mí son tus desvelos, firmemente te conservo".  Después ya muy satisfecha de lo dicho, mi partida no fue esquivada.  Fue así que comprendí que yo era el negativo de su fotografía. No su propia fotografía.

 

El primer día en aquella ciudad fue un número perfecto.  Lo tormentoso de los diarios anunciaba la escena de una actriz en fuga.  Ahí estaba Uva nuevamente.  Ahora burlona, aguda en sus simulaciones. Sin miedo alguno a fabricar otra ciudad con sus propias piedras por tal de seguir siendo la magnífica.

 

Desde mi ridículo puesto de distracción fabriqué otros ojos, otras manos, otra boca.  Yo también me atrevía a fabricar otra ciudad.  Otro nombre que apreciara la forma en que se apagaba mi impaciencia y surgía una confesión.  Pero los hilos de Uva no se detenían, eran cabezas en movimiento. 

 

Quería huir para siempre de su carrera.  Tomar un tren y soportar solitaria la colilla inquietante que dejaba en el andén.  Pero comprendí que estaba jugando un papel muy importante de mi vida.  Yo no estaba sola, porque según decía Uva siempre,  yo había nacido un día en que dios no estuvo enfermo... Y aunque mi inocencia estaba extremadamente lastimada existía un placer.  Una pequeña imagen que ella se esmeraba en pulir y pulir,  simplemente para cautivar mi ternura.

 

En el brillo que la ciudad había adquirido por la llegada de Uva existían caricias exasperantes,  que demostraban una vez más que mi pañuelo no era tan mío.  Ni Uva había sido ningún ser de mis besos.  Era una mujer, que buscándose en la vida solo encontró injusticia. Y que en momentos importantes era de mucha ternura pero también de peligro.

 

En noches esenciales me había acogido, saturando sus almohadas con algo no olvidado para ella: su niñez.  Cerrando mis ojos aún la veo, dormida, sin molestia alguna.  Con una gran iniciativa, que yo fuera su Dante para siempre.  Un Dante que la tomara del brazo para contar las lloviznas. Le acariciara el rostro leyéndole novelas de amor, la animase besándole la espalda.  Esa fue mi Uva: Luz de adentro. Mujer segura de su juego.

 

Pero los hombres de la ciudad la descubrieron. Y  Uva con "los colores de la franqueza" se dedicó a vencerlos ante el mundo.  De una manera paradójica: con la humanidad por dentro.  Y en su nueva ciudad, curiosa y restituyendo rostros cercenados, venció.

 

Y digo venció mordiéndome los labios, desplegando la única posesión que me quedaba: Alejarme de Uva para siempre.  Y que nunca, pero nunca  supiera que yo estaba horrorosamente feliz tomando esta decisión.

 

El primer día fue un infierno.  Ojerosa y con las mejillas pegadas a las paredes hice señales de carreteras, coloqué faroles al filo de mi cama, le quité los velos a Oshún.  Pero Uva estaba como la poesía.  Delante de mi puerta.  Delante de  mi corazón.  Anclada en mi alma.  Viva.

 

Sus ojos me proponían una especie de visión parecida a una reliquia. Y yo solo atiné a indicarle obedientemente, la belleza es una forma del amor.  Pensé que sus ojos se irían de los míos en busca de algún recado importante o en busca de los vitrales que tanto le gustaban, pero sucedió lo contrario.  Me fulminó diciendo: "la belleza no se devela hasta que no la entiendes".

 

Traté de esquivar sus párpados sin sueño, de cantar una balada, de tomar un café repitiendo no delatarme jamás... ¡No delatarme jamás!  Traté, pero Uva tenía las manos escondidas, dispuestas a tropezar con las mías porque no le daba vergüenza. Y su espacio no existía como tampoco existía su tiempo.

 

No comprendía que ya yo me había descubierto. Que ya yo era una escritora con lágrimas en los ojos,  pero con otra mano tibia.  Dispuesta ahora a acariciar la sensibilidad de alguna otra actriz para aceptar cualquier desgarrón que llegara nuevamente a mi vida,  pero ésta vez sin coartada.

 

Y todo se le convirtió como un "traje de exótico estilo".  Supongo los sacrificios de Uva por encontrarme, su actuación para alcanzar mi espiritualidad.  Pero ya mi pañuelo no era un disfraz, ni su nombre era fatuo, ni mis neuronas se desplazaban... Los pregones de Uva iban abandonando mi pureza.   Así lo deseaba yo.

 

Y no fue por gusto que los hombres la descubrieron. Ni fue por gusto que voló sobre los charcos de la ciudad arrastrada con un llanto atroz.  En el combate de su camino, Uva descubrió mis puertas cerradas,  pero sus piernas seguían siendo la gloria "movida por la fuerza de la necesidad".  Y suspiraba feliz cuando me encontraba.  Quería quedar como su inventada ciudad: sorprendida, volando, resistiendo.  Entonces las estrellas se le reflejaban en sus propios charcos cuando escuchaba los recuerdos de mis susurros: Uva, "si por mí son tus desvelos" no enloquezcas. No mates.  No mueras.

 

Entonces una noche ya no pudo más y me confesó:  Te necesito para desgarrarme y aturdirme.  Para bailar y mentir... Para tener mi existencia.  Y a la sazón de lo confesado fue que escuché el secreto de Uva.  Un secreto único que nadie conocía, por tanto era inolvidable, y a la vez absurdo.  Y digo absurdo porque era su verdadera existencia la que ahora estaba ante mí.  Una existencia que todos concebían como protestante.  Estuve muy equivocada, lo confieso.  Uva era una pintura y no una mujer abusiva del amor.

 

Y opté por hablarle de París,  pronunciando enfoque y palabra. Solo al margen de una de las descripciones, que tanto le gustaba,  me separé de su tan soñada  ciudad parisina para recordarle: "hasta aquí llegamos".  Rainer María Rilke también había llegado hasta mí con su Elegía. Y me llamaba para despertarme sin llave y sin pie que golpeara a la puerta.

 

Entonces me acarició suavemente mis hombros, mis labios, mi pelo…  Después escapó.  En el mismo lugar que había servido para nuestros encuentros dejó los pañuelos y también cierto sonido de duende. 

 

Ahora el parque tiene aspecto fantasmal. Se siente incógnito, desnudo, sin constelaciones.  Dispuesto quizás a recibir otras manos que lo acaricien en la madrugada. Como lo acariciábamos nosotras.

 

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