COMO UN VIEJO ESCAPISMO DEL PINCEL

YO CONFIESO ANTE PICASSO

 Ahora llueve a cántaros como dicen los que saben de extremadas aguas. Y ella está sentada frente a un ángulo de mis ojos por más que intento que se incline.  Está sin moverse, solo el trago del vaso está como ella, quieto, pacifico.

Algunas veces sus ojos encuentran los míos y empieza un cosquilleo. Los grandes sabios llaman a esto reconocimiento. Yo lo llamo exploración. El color de sus ojos es distinto. No sé si peco cuando doy colores a sus ojos. Pero retomando este asunto: los ojos son el apetito fiel de una persona.  Y ella no huye. Está, sin pausa alguna, sobre la fogosidad que exhalan los míos. Por eso sigue frente a mi ángulo. Sin todavía probar ni un solo sorbo del vino de marca registrada que tiene no frente a mis ojos.

En ningún momento ha dejado de pintar. Mueve el lápiz como si entretuviera al tiempo. No siento que lo hace como disciplina o deseo. Quizás después que tenga el dibujo se convierta en tal, pero por ahora sólo modifica el esbozo.  Sin mucho vino.

Lo que más prima no es el estupendo acto de desdoble que le hace al papel cuando apoya y quita el lápiz. Sé que sigue así una línea de cultivo para llegar, sin esfuerzo alguno, a una imagen que ni remotamente le interesa. Su verdadera creación está en la ventana-cartulina que ya ha encontrado en los ojos de Wanda, la marca registrada que tiene la etiqueta.

Pero para Wanda solo existe una muchacha ataviada en la esquina de un bar, dispuesta en el ángulo de sus ojos. A lo mejor más adelante Wanda recoja su tiempo en esa estela de inspiración, cuando la muchacha la pinte dentro de sus cultivos de  azafrán, y no en el cristal de la botella. Wanda sabe que las líneas son su vida. Y vuelve a su rincón: el mundo ha comenzado en un punto.

El bar empieza a inspirarme. Está reducido, pero poco a poco las personas entran cargando los más raros dilemas.  Se escuchan sinopsis de muchas palabras.  No sólo de una persona, sino de incontables que con los suficientes grados de alcohol en el cuerpo hablan del Papa, de pesadillas,  de caníbales y de cardenales.

El ritmo es más intenso en el bar, pero la muchacha sigue en su propio progreso.  Parece que la vida no la toca. Sólo es una espectadora. No ríe a la hora de reír, tampoco sueña. Sólo calla. Quizás ese silencio sea la repercusión de mis ojos en los suyos o en el trago que ya ha tocado como una prueba más de la imagen que tiene la botella. Un acto positivo para Wanda. Una posibilidad que también puede convertirla en un riesgo o en el drama de una imagen.  Wanda reconoce que es un riesgo grande. Pero puede aceptarlo.  Todavía no está borracha. 

Para ver aún mejor el recodo donde está la muchacha, he inclinado un poco mi banqueta, así siento más cerca sus labios. Me gustan. Pero todavía no logro llegarle a su ternura.  Deja su grafito sobre la mesa, y titubea ante el sorbo más amplio que ahora se toma.  Esto no es un adelanto.  La pintura puede entrar así en materia. Aunque también hay obras que nacen bajo grados de alcohol.

Como la tensión es una defensa del miedo, Wanda se ha quedado casi escondida dentro de los diminutos vitrales que tienen las botellas. No quiere aprovechar los espacios abiertos que le brinda la muchacha en el pliego de la etiqueta. Wanda se impermeabiliza de esta manera. No le agradece a la tierra la barra que la soporta.  Tiene temor. Teme ser nuevamente la musa preferida para la otra botella de vino.

Aún así todavía paladeo sus labios. Unos labios de gesto triunfante, ricos en exceso. Lo más probable es que ella no tenga amante, y por eso se introduce un cigarro entre ellos. Un acto cruel para mí, pero no moriré por esto.

El cigarro rueda dentro de sus comisuras. Un ciclo eyaculado, me imagino. Por momento su carrera se debilita y llega un alivio: el cigarro saborea sus labios como si fuera un deudor. Obligando a la muchacha a mutilar su espíritu artístico para adentrarse en episodios terribles.

Quiere organizar sus manos para pasar la terrible cruzada del cigarro que no concuerda con su pintura y menos con el trago de vino. Pero sus manos ahora tienen desequilibrio y se exaltan. El depredador sigue dentro de los labios y la pintura sigue ante ella.

O como Wanda, que desde su cristal sabe que la muchacha sigue un curso abstracto. Hecho para conocedores de ambientes tristes. Pero Wanda no está triste.  Jamás lo estará. El vino la mantiene contentándose.

Errada ahora por los rincones del bar, y sin importarle los ojos de nadie, a la muchacha todo le parece inservible, hasta las palabras. Solo la pintura sigue el curso. Y Wanda conoce que con la destreza de una artista no se juega, como también conoce que esta artista ahora solo puede pintar la depresión de un pájaro.

Lo único que dije fue, murió la reina de esta bella historia... Y después besé a la muchacha más que borracho. Y así nos quedamos, musitando cortas palabras con los ojos pegados a los inventados mirlos. Era la primera vez que nos juzgábamos el vino, la muchacha, Wanda y yo.

Y sin decir palabra, Ernest se fue desplazando de su ángulo. Ya no veneraba aquellos ojos que lo habían mantenido atontado en el simple sueño de una de sus imágenes literarias.  Esta vez le había fallado su prodigiosa visión. Wanda duró lo que otras pocas libélulas, su proeza solo estuvo en la condena de sus ojos.

Cuando ya cerraban el bar, Ernest tenía los huesos dolidos por la ausencia de su mujer. Y no levantó ni la mano para señalar a la única muchacha que se atormentaba a través de la ventana-cartulina de Wanda sobre la botella dentro del bar.

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