TOMA CAFÉ CONMIGO (LIBRO DE RELATOS CORTOS)

EN EL GRAN SILENCIO DEL PENSAR

 

…lo primero que vi fue un trozo de papel rojo que el viento agitaba contra la base de un farol de la calle.  Parecía la máscara de pétalos de amapola de alguien.

                                               -J. D. Salinger-

Ahora viene en el carro recordando cuando dictaron la sentencia y a ella se le fueron cayendo los ojos de culpa cuando la escuchó.  Se le cayeron tanto que los cerró para siempre, y en este momento encara a los otros pasajeros que vienen en el carro con una vergüenza casi ciega de tanta culpabilidad.  Trae el escote de su blusa como un humilde guerrero que se deja vencer por obligación y sus labios acentúan aún más la pena por la cual pasa. Las manos parecen el uso creativo de un verbo: en algunos casos sin razón.

 

La memoria en el gran silencio del pensar.  Sabe que nada es obsesivo, pero ya no puede más ni con el movimiento del carro ni con sus inventos.  Menos aún con el culpable de cerrar sus ojos para siempre, como si ya la hubiera matado con el rifle que ahora necesita tener para ultimarlo.  Pero aún falta para este ciclo de madurez que siempre ruega como un amén de público exigente.  Y vuelve al intercambio de miradas con los indiferentes que muy cerca en el carro le dan sobrados motivos para sentirse más vergonzosa que nunca.  Porque en cada rostro lo ve renegando cobardemente, rebajándola a la triste oportunidad de mantenerla obligada a ir hasta él.  Mientras ella le imita, le inventa con la pulcritud de sus sábanas enrolladas sobre el cuerpo.  Aniquilada de tantos devaneos para cumplir su misión, la que no le pidió a Dios en ningún momento ni a ninguna hora.

 

 Le inventa con un orden fijo de ideas pero aún con los ojos cerrados para cuidarse de clásicos y románticos, sufriendo la pena de ser una perversa hija de Adán; que ahora vuelve de regreso a su casa con el vientre como un campo de lágrimas para perdurarle más su dolor.  Su aluvión de culpas que no reniega, porque sería macabro dejarlo allá, sin el espectáculo del ejercicio de distinción que él le escogió para su vida.

 

Y se siente el cuerpo como un símbolo pictórico que ha sido manipulado con poderosa suciedad.  Un círculo de sacrificio donde el mundo se centra ahora que todos la miran como buscando la alegría de cualquier gestualidad.  Pero está con su tortura física, con su sacrificio de poses inventadas; y no ve acercarse ni tan siquiera una posibilidad para liberarse para siempre de ese martirio. 

 

Porque era escasa y se sumergía una y otra vez en la incesante inquietud de aquel escenario, ya para ella tan desierto.  Y recurre a nuevos pensamientos sin olvidar las huellas del destino.  Macabro al fin, imperdonable, melancólico feroz que quiere que su vitalidad siga su curso sobre aquel carro que la trae como si chocara una y otra vez su alma contra las rocas de ese destino.  Por eso se apega a algo más excluyente, a ese algo que ya le hubiera quitado sus sábanas enrolladas sobre el cuerpo con su cara de santo y demonio.  Dispuesto a hacerla bogar por el aire para que tocando el sol, la nostalgia se le volviera espuma.

 

Y casi sin intentarlo, porque su miedo es más trágico que relevante, le permite que la haga perfecta para que tome el impulso de una fugaz estrella y clame, y comprenda, y enrarezca la invocación de sentirse aquella tortura física, aquella obligada desnudez… Lo deja que entre, que suba al carro de su mente y de su cuerpo sin cuidarse de clásicos y románticos.  Así logrará que los demás le encuentren alegría en su gestualidad.  Y se va como por un eco para encontrarse con la gota de ilusión que no olvida, se va con las manos hasta su seco llanto.  Entonces siente que en su garganta hay un grito de sutil seducción que no puede ni quiere sentir porque su inconsciente le desnuda el deseo de acariciarlo, de sacarse el grito mudo de la garganta cabalgándole un galope sin los dolores de oveja muerta que siempre tiene cuando está sobre ese carro, y los ojos de todos quieren descubrirle el porqué de ese capricho de sujetarse solamente el collar que le abraza su cuello.

 

Pero cómo creerle cuando oscuridad e incertidumbre le hacen seña a su conciencia para que aquel santo y demonio no se le enrede entre las manos como lo hace Dios, que ya la ha encontrado como a una saltarina entre sus huellas, y la nombra traidora con ese juego incansable de hacerla viajar fuera de aquel carro llevándola a mecerse dentro de otra razón.  Y se triunfa sobre esa cuerda floja que puede ser su horca o el fusilamiento del mañana cuando le pinta flores sobre los huesos; sintiéndolo con sus mordidas empapadas, con sus besos de mar templado.  Dejándola más inconsciente que sus inventos en que la lógica del mundo la tiene obligada,  quizás porque es una digna trinchera de experiencia para que sienta la más adicta ley de la mentira, y solo así tenga otra obligación: arriesgarse a una huída para que la nostalgia se le vuelva espuma.

 

Ahora sí puede propiciar una especie de ritual abriendo sus ojos para representar un montaje distinto pero no inventado, y que aparezca una sonrisa que tranquilice a los pasajeros que la miran esconder su furia de dolor y vergüenza.  Y explora el carro como no lo había hecho, como si fuera el universo situado al margen de sus obligaciones, con un único advenimiento que la hace legítima y no inventada: sujetarse al collar que le abraza su cuello, regalo personal para hacerla perfecta.  Y que con él no exista rigor, solo equilibrio emocional para que sus manos no se vean como el uso creativo de un verbo: inesperado algunas veces.

 

Y la memoria le lanza entonces un repertorio de intervalos ampliados.  Algunos difusos como la sentencia, otros tan libres como ese algo más excluyente que la baja del carro, dispuesto a terminar ese ciclo de madurez que ella ruega como un amén de público exigente, entregándole un rifle para que ordene su voluntad y no su obligación.  Pero es escasa, y se sumerge una y otra vez en la incesante inquietud de aquel escenario, que ya sin pasajeros y sin escote como humilde guerrero le dan novedosas muestras para que abra sus ojos verdaderamente, y se saque el grito mudo de la garganta cabalgándole un galope sin los dolores de oveja muerta.

 

 Pero cómo creerle a aquel santo y demonio que primero elabora sus combinaciones libremente, al azar, haciendo que ella sea una música que solo él sabe interpretar como el gran Paul Jacobs que también nació al igual que él,  en ese julio del 57 cuando se estrenó el Klavierstück.

 

Cómo abarcarlo para crearle una atmósfera cambiante y contrastada para que su poca madurez asimile que ella aún no ha podido bajarse del carro, porque tiene demasiada culpabilidad, y sería macabro no ir hasta allá, y dejarlo sin ese espectáculo de distinción que él le escogió para su vida, porque ella es una perversa hija de Adán: culpable, culpable… Con un cuerpo como un símbolo pictórico que ha sido manipulado con poderosa suciedad.

 

Y se atropella queriendo encontrar pronto el regreso a su casa sobre aquel carro cuando todos la miran como si de verdad fuera un círculo de sacrificio donde el mundo se centra sin olvidar las huellas del destino.  Macabro al fin, imperdonable, melancólico feroz  que no quiere que su vitalidad siga su curso, y hace que libere sus manos del collar que le abraza su cuello para lanzarse de aquel carro, y chocar su alma una y otra vez contra las rocas del camino para ultimarse.  Para ultimarlo. 

 

CUBA, 2012. IDANIA BACALLAO ITURRIA

 

 

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