De Mi Libro "Estoy loca por ti"

DE ESTE PARIS EN LA HABANA.

 

                                                                                  Soy una mujer de enigmas…

                                                                                                                        Soy del l3.

 

Tener un pene entre mis piernas llamado clítoris conlleva a conceptuarse como mujer.  Sin eretismo y con átomos muy positivos mi brevario es tan complicado como lo escribió el gran Horacio: Mujer, mujer, mujer… O menos común, viscauchina.

 

Lo más importante, el momento de mi fecundación: vulva y pene.  Y seguido de grandes estertores, coito.  Resultado, un amor experimental indispensable, obligado.  Mi padre un truhán.  Mi madre un fenómeno fisiológico.

 

Experimento de un espasmo genésico.  Hombre y mujer.  Padre, madre y dinámica.  Después yo: Mujer, mujer, mujer… Ya en completa excreción.  Liberada, independiente, sin convencionalismos.  Aunque muy consciente de proceder de este amor experimental.

 

Mi cuerpo, felicidad suprema hasta los quince años.  Castillo cerrado después de los veinte.  Asalto de tal asaltante ante de los treinta.  Poca inteligencia de mi parte.  Quizás mujer fría, concepto que me regaló un hombre cuando sus brazos (con desencanto) acabaron de exprimir el desprecio que he sentido por ellos.  No llamaré mujer a este tipo de desprecio.  Es mejor decir frustración, cualesquiera que sean las apariencias.  Creer en esa desoladora influencia, quizás por maltrato del destino o quizás por carencia de vicios en este París.

 

Pero la voluntad de Dios es invencible, y aquí sin frecuentar prostíbulos porque para puta no he nacido, a veces lloro.  No para matar el dolor de ser mujer, sino para enseñarle a mi alma que hay que soportarlo todo parisinamente, aunque después queden esas huellas desquiciadas, y uno no entienda que para cada sombra hay una estrella, y que para cada estrella hay una mujer.

 

Una mujer indiscriminada como yo.  (Porque no digo yo si cada  uno de los genes se merece la odisea de cualquier mujer).  Aunque lo humillante de esta derrota indiscriminada no es haberla soportado sino haberla parido.  Porque parirme a mí por seguro doy que fue una enseñanza.  De mujer a mujer, qué no se desgracia.  Nada.  Pobre madre mía.

 

La puta, la madre, y la puta madre son psicologías coincidentes que Bigas Lunas persiste en achacarnos.  Quizás como funesto fruto de falta de instrucción sexual para la hora de gozarme, buscarme y penetrarme, que sin la ternura necesaria se convierte en un animal oscuro: el demonio.  Olvidando así al doctor Guyot, siempre lamentándose de aquella vida matrimonial en que la felicidad sola es una necesidad sexual de cada orgasmo hijodeputa que se le corre a los casados hombres.  No a los hombres casados.  Porque para la mujer, consejo.  Siempre consejo.  Mucho consejo.  O sea, que para la más pura mierda esa enseñanza de que la mujer es la flor matinal de cada hombre y no se le maltrata.

 

Nada aprendemos, es el misterio del sexo.  Porque tener cegado el entendimiento es una cosa, pero abrirle las piernas (y bien abiertas) a los frutos conyugales es otra.  Pocas mujeres somos sabias en este asunto.  Ya se ha dicho: el matrimonio es un aplauso, solo dura lo que chocan dos manos (de una misma persona).  Pero es el imperio del universo, por tanto hay que experimentarlo.  Ir de frente.  Aquí el destino es incontinente, tantos hombres como tantas repugnancias, o como tantas existencias de esa extraña humanidad llamada hombre.

 

Genésico, todo es genésico.  Todo lo demás soy yo: mujer casada con un hombre magma como el ave fénix.  Roberto Michel Renfeld, franco chileno, traductor y fotógrafo.  Aficionado solamente a sus horas, las mías, mis horas se las lleva el viento que lo empuja en sus aviones hasta París.

 

Bajar cinco pisos, comer pasta, y convivir al lado de una invitación de cena noche tras noche, en las cuales Roberto Michel se entretiene en Saint-Louis tirando fotos a sorprendidas señoronas que se iluminan debajo de los faroles.  Y con sus grandes cigarrillos de moda le dicen: chico, chico… toma tus francos.  Esto es resumiendo, ser mujer a veces cuesta ocultar la cara pálida, las canas sin teñir y un cuerpo dejando que desear,  porque el espejo (en todos los casos) es un gato estremecedor que enseña o demuestra (mejor dicho) las dos largas piernas sin afeitar, el oscuro cielo de las cejas en pie de guerra, y las manos como dos cubetas de fango.

 

Ser esposa y llegar al matrimonio es natural.  Como también es natural que Roberto Michel no regrese durante cinco meses, y la soledad me busque dentro de toda la ropa ajena que hay en la ciudad parisina de La Habana un vestido bien amplio.  Ya estoy vestida, ya soy mujer.  Ya estoy casada.  Matrimonio formal parisino habanero.  Admirable mujer que espera a su marido muy perfumada, pero no soy Penélope.  Verdaderamente en Cuba las Penélope desaparecen y no de muerte natural.

 

Cerrando los ojos, si es que alguna vez los he tenido abierto, los besos de Roberto Michel son burlones, su pene es un látigo de plumas suaves y sus orgasmos con como los autos oscuros de las Embajadas Árabes, mucho lujo, mucho confort, pero poca diplomacia.  Te pasan por arriba si te demoras en el encanto de mirarlos.

 

En fin, soy una mujer elegida, pocas hay.  Finjo siempre el placer de la nueva aventura.  Porque según mi marido él es como el aventurero de la foto pintoresca que tiene Vilma en el rincón más pequeño del apartamento.  Roberto Michel siempre se consuela.  No con Vilma, ella protestaría si se sintiera obligada como yo.  Porque Vilma es el convivir de una invitación de cena noche tras noche.  Aunque también es mi clausura.  Y hablando ya más cobardemente, también es mi miedo.  Aquí París es solo la magadis del madero de Cuba.

 

Qué bien sería conocer ese apartamento contiguo, pero ya escucho al socarrón de Roberto Michel tirar la portezuela del auto y cansarse de tanto golpear con sus nudillos en la puerta.  Volvió a olvidar sus llaves: sus llaves francesas.

 

Mi puerta, el agujero más hondo que tiene mi cuerpo, detrás de ella está mi espasmo genésico, mi posesión, mi riqueza.  Y no es porque mi marido está en casa,  es porque está mi mano.  Para que se perpetúe la fecundación entre mi clítoris y el deseo extramatrimonial que siento por conocer la invitación de cena noche tras noche.  Desdichada yo si me resistiera a esa atracción anormal.  Aunque lo de anormal nunca me ha convencido mucho, porque también puede terminar en una exaltación termodinámica.  Un todo genésico sin eretismo.

 

Es por esto que yo siempre llamo al matrimonio, catástrofe, novela ridícula, o mejor aún: enfermedad moral con egoísmo binario.  Aunque mi amiga Madame Francinet me contradice explicándome que esos papeles firmados son fares.  Y no faranduleros de tercera o quinta clase como yo los llamo.

 

Los átomos positivos del apartamento contiguo golpean tan fuerte que cuando Roberto Michel se desnuda he sentido un deseo poco usual.  Dejé mi individualismo a un lado lanzándome con la furia más genésica del mundo sobre aquella baba de diablo que parece un ojo entre sus piernas.  La invitación de cena seguro ya me escucha a través de la pared.  Cuando juego con la pluma de mi marido huelo sus genes a través de mi excitación.

 

Pero Ambrosio Paré debe aconsejar a Roberto Michel.  Es tan notable su sabiduría como médico que debe recetarle que perder un avión a cambio de una buena mamada no tiene en absoluto nada que ver con la ciudad parisina.  Porque si con esa descomunal mamada que ha recibido, entre petulante y socarrona, su pluma se ha mantenido inocente y hasta lastimada, debe tomar la decisión de hacerle un servicio más sano a la humanidad: fisiológicamente ser maricón no es cuestión de mujeres.  Y si Roberto Michel toma el avión no será ignominia.  Menos aún si mi orgasmo de hembra en celo está casi ahí, deseando en vez de espermatozoides aberrados y psíquicos, un fluido femenino.  Donde se da por hecho que otra mano también busca su organismo de animal para llevarlo así a toda carrera al espasmo genésico de gritar.

 

Yo creyendo en mi gozo y clavada en todo lo oficial y privado que tengo como mujer casada gocé hasta que Roberto Michel con un simple movimiento dejó mi cuerpo… la cama y sus almohadones.  Mientras, cambió de lugar las dos maletas, y una tercera llena de cámaras fotográficas.  Cuando me cansé de observarlo con sus diarios, sus maletas y su boleto de avión, se lo dije: saca tus ojos de película de mi deseo, aquí el negativo y el positivo comienzan a rechazarse.  Y con su común mueca ladeó la boca con cierta risita.  Entonces lo vi colocarse los zapatos y hasta lastimarse sus pies con el apuro.  Su avión fue la mejor magia de mi vida.

 

Mi mano cerró la puerta tras él, después la cerré sobre mí.  La escena de la Sainte-Chapelle ya era asunto de Roberto Michel.  La mía, mi escena, era saborear los estertores genésicos del apartamento contiguo.

 

He quedado con el único paleativo posible: aprovechar mi miedo.  Ese quemor que uno siente cuando está entre hombre y mujer.  Pero la nature, les sociétes… y mis lágrimas.  Mis sexuales lágrimas que ya escuchan a Vilma, que aún siendo francesa  se descubre gritando.  No es como Roberto Michel que se dice descubrir oliéndose como los animales, pero el alma no es más que el cuerpo, y a este cuerpo mío ya no lo siento.  Ahora solo es alma genésica.

 

Pienso, deambulo de calle en calle, de calleja en callejón hasta dar con esos callejones sin salida que son los ojos de la invitación de cena noche tras noche de Vilma, que un poco excitados despiertan mi estrago, quizás inocentemente inmiscuido en algo que no debo.  Pero Roberto Michel tiene una pluma que no endurece, unos ojos que no lloran y unos espermatozoides tan aprovechados que jamás he sentido alguno mío.  No cabe duda, lo digo: el hombre es un animal extraño, muerde la mano que le da de comer.

 

 

La Habana tan segura de su construcción dejó de ser París cuando al fin sintió el portazo último de Roberto Michel.  Me dispongo ahora a trastrocar el orden: tengo un pene entre mis piernas llamado clítoris.  El resto, entrego mi verdadera condición aunque me nombren genésica

 

 

Pero Madame Francinet tiene húmeda la leña en la chimenea de su París habanero, y noche tras noche después de ayudarla a secar me cuenta en su apartamento contiguo que su amiga Madame Rosay hace algunos años le preguntó a Vilma si se coloreaba las ojeras con el polvo de las ventanas parisinas.  Y que ésta solo le había contestado que sus ojos eran tristes, y que sus ojeras se debían a las tantas y tantas penas que soportó durante años, cuando sentía que Monsieur Renfeld, ciudadano franco-chileno, le daba consuelos sucios a su esposa. Mujer resignada que nunca dudó de los principios morales y fidedignos de su matrimonio.

 

 

 

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