PUTAS, PIRAÑAS O FANTASMAS

                          

 A LA HORA QUE DUERMEN LAS PUTAS

 

                                                                                                     Esto hubiera debido yo saberlo.

                                                                                                     Mi hojalata requiere siempre la misma madera…

                                                                                                                                                                 GUNTER

 

Descubrí mis pezones cuando Pavese escribía su Casa en Construcción, y como quien verifica patrimonios comencé a observármelos. Según un científico nombrado Martín, mis pezones tienen areola elevada y están marcados por fuertes pigmentos no para su relieve, sino para su ensanchamiento. He notado que se mueven con mucho calor, otras veces con sudores fríos que llegan hasta mi ombligo, hay momentos en que suben y bajan como un torrente enloquecido.  De ahí que los nombre mis agentes de publicidad.

También son el alma de mi erotismo.

El espejo los multiplica al desnudarme. Es como un acto de magia que me hipnotiza. Se funde así el azogue con mi carne. El humo de mi cigarro es lo único que se mueve en tiempo real. Todo lo demás responde al aprisionamiento de fuerzas sobrenaturales. Mis tacones, por ejemplo, abandonados bajo la silla, guardan el impasible miedo de todas las noches.

 

Yo tampoco muevo un dedo. Sólo así soy capaz de lanzarme a las calles a practicar la profesión más antigua del mundo.

Pavese ni se imagina el montón de sueños que tengo que echar a un lado para que mi cuerpo no llegue a la parálisis o a la tristeza cuando lo obligo a vincular la acción con la emoción.

El amor es más antiguo que el mundo, eso dicen, pero soy posmodernista nocturna y no tengo nada que ver con las noches en que Dafnis y Cloe andan con sus romerías de buenos sirvientes del alma. Yo vivo de tragedia en tragedia, fingiendo idilio a cada momento para después asquearme de mí. Soy una puta que piensa, es decir, de las peores.

Por eso cuando regreso de esas noches acaricio la foto de Pavese. Es la verdadera carne de un hombre.  Lo beso, y el miedo, la ira y el asco se van aplacando. Con alivio me miro. Ahora mi materia es mía, sólo mía. Por eso los despierto para que sueñen conmigo y dejo a un lado todo, desde el dinero que gano hasta el llanto que traigo envuelto en asco.

Mi deseo es perfecto desde que el autor de las tijeras tomó sus pinceles, y ante un enorme lienzo pintó los pezones más reflexivos del mundo: los míos. Decidir cuál me conviene más, nunca he podido hacerlo. Elección es otra palabra que murió cuando yo nací. Pero son el refugio para escapar de la vergüenza. Ser puta no es un invento científico, es una ocurrencia. Y ser puta casi inteligente es todavía peor, una exageración. Llevando el alma bajo las bragas, así quisiera ver mi profesión. Pero el alma es un invento de Dios, o más posiblemente del diablo. Sólo hay furor bajo mis bragas.

Tal vez por eso sea dos mujeres en una. Los estudios me lo han demostrado. Qué virgen soy cuando llega el día, pero por la noche realizo un crimen perfecto, lo destruyo todo. Soy mi propia mazmorra.

Vistiéndome dejo escapar el grito de siempre, ya hasta me aburre este grito. Es que el hambre obliga a ser primitiva. Soy mi propia mazmorra. Mis pezones ahora son una rutina insoportable, los detesto porque ya vuelve la noche y mi imagen reflejada en el espejo es brutal. Por las noches nunca me reconozco en él, es como si estuviera en una pesadilla turbulenta y mi cigarro fuera la única guarida que tienen mis pezones en ésta hora en que duermen las putas. Por eso dejo ese cigarro siempre en mi boca con un equilibrio solo mío.

 

 

II

A la hora en que duermen las putas Kemy se coloca el cigarro entre sus labios, lo aprieta fuertemente y lo enciende. Inhala con todo el poder que le dan sus pulmones, el cigarro le responde como un volcán en erupción. Dispara el humo contra el cristal empañado. No toca el cigarro con sus manos, la presión de sus labios lo mantiene estático.

Cada ojo de su cara es un hormiguero, los mueve en varias direcciones. Es la mejor hora para montar guardia. No hay postas enemigas, y existe el apoyo unánime de los que no tienen nada que ver ni sentir con una puta.

Agua, fango, hambre y sed. Todas las dificultades del mundo con ella y en ella.  Por eso está con el cigarro mal fumado acuartelada en el parqueo de la tienda. Ahora lo que necesita es una bazooka con veinte proyectiles para volarse de una vez su puta mala vida, pero eso sería un combate muy corto en el que saldría perdiendo. Y lo que verdaderamente desea es una larga jornada. Doscientos caballos sobre la carretera asfaltada con sus doscientas alforjas repletas de dinero, mucho dinero. Para eso está allí, sin su espina dorsal rota, porque a esa hora no hay puta que se la rompa. No hay puta más puta que ella misma. Así marcha. Sus tacones son soldados y no declamadores. Se prepara para usar un sinnúmero de armas, que es lo mismo que decir: negro, blanco, jamaicano, francés o cubano. Y allí se queda porque la espera puede ser efectiva.

A esta hora, quién puede disuadir a Kemy para que la ambición se le calme y se deleite con algo más discreto. Nadie. Porque ya a esta misma hora entra al parqueo de la tienda un auto rojo, que a esta hora es para Kemy la mejor basílica que puede visitar en el mundo.

Cuando se abre la puerta del auto lo primero que ve descender es un zapato muy grande. Aún no ve cuerpo ni rostro, los cristales del auto no se lo permiten. Con habilidad más que estudiada agita con lujo su cabello y mueve con picardía la cabeza. El hombre queda en pie delante de ella. Tremendo cristiano que le ha mandado Dios, piensa Kemy.

¿Sería realmente Dios quién le mandó al cristiano, o será que aquello que para algunos es milagro, para otros es transacción de intereses? Nadie pone en duda que es transacción, mucho menos Kemy que ya intenta ajustar el meridiano del Caribe con el de Europa.

Como primera regla de diplomacia, finge recoger su cajetilla de cigarros. Un hábil pacto entre sus muslos y los ojos del europeo que hacen los malabarismos cartográficos más exactos del mundo sobre las bragas de Kemy. Cuando la observación astronómica del europeo le permitió ya sopesar la distancia, Kemy se le acerca. El cabello oscuro del italiano (porque tenía que ser italiano) despedía fuego, pero con cierta elegancia deshizo el escándalo de lo otro oscuro: su bragueta. Para el bien de la paz cedió sus derechos a contentarse con explorar las magníficas nalgas de una cubana a una distancia promedio en la que su horóscopo nunca hubiera acertado.

Y sin soltar la península gigante de Italia, ahora el monopolio más consolidado de su vida, Kemy fue llenando el vacío que existía entre los dos, hasta que pegó uno de sus pezones al pecho de aquel sabroso cristiano, que Dios, Roma y su vocación le habían entregado. Y con la única fortuna  de su vida: la táctica de ser puta lo fue sondeando con todo el gusto posible, rozándole las mejillas como lo que es, una consoladora puta de hambre, que daría toda la mina que tiene como vagina por tal de comer aunque sea un diminuto entremés, descubierto hace ya tres mil setecientos cuarenta y tres años en la vieja España, pero que al lado de su hambre era el océano occidental de la ruta de Colón.

Y como todo un caballero romántico, y sin soltar su pezón envolvió a Kemy dentro de sus brazos. El placer lo mantenía frenético, trasladado a una mudez sin pudor, pero estaba condenado a un enorme parqueo donde las luces se atrevían a romper la rica sensación que sentía sin tener que pagarla ni buscarla. Esa sensación en Cuba se regalaba, y había que aprovecharla.  Eso ya era de su conocimiento. Así que la entró al baño y pagando los sesenta centavos se dispuso a seguir aquella rica sensación con los juegos de azar de una puta cubana, mientras su respiración se volvía a desesperar porque Kemy tenía nuevamente una mano bien fuerte sobre la bragueta, mientras que con la otra se masturbaba, para que él gozara la eyaculación con más deseo. Para que sintiera lo que era una cubana a la hora en que duermen las putas, estando sola y con un hambre parecido al que él tiene ahora en que se miran paralizados, sin balbucear una palabra.

Entonces fue que Kemy entendió una frase, déjame verme en el espejo. Mientras su boca seguía danzando como un pincel sobre aquel enorme animal que se vestía y desvestía de su forro delante de su lengua. Y ella, completamente en éxtasis, la miraba despertar como a un caballo en celo, que sin casi ser tocado se despeñaba en longitud sexual.

Kemy con los dedos húmedos de saliva se los metía con fruición en su clítoris. Así se gozaba su piel, sus carnes, pero el italiano no dejaba de examinarse en el espejo. Los jadeos de Kemy eran más escandalosos dentro del pequeño baño, pero ni su lengua especial y placentera hacía que éste eyaculara.  El italiano solo cerraba su boca sobre el mismo pezón, no buscaba el otro, que ya también se había salido del escote y gritaba para que lo mordieran.

Tras uno o dos jadeos, Kemy sacó los dedos del clítoris colocándolos entre las nalgas blancas del italiano. Un grito de jolgorio juvenil se escuchó. Entre el placer y arrebato del europeo, Kemy se encimó más y chupándole las tetillas se aferró con una mano a aquel trofeo haciéndolo excitarse. Con mucho tacto el italiano hundió su dedo medio dentro del bosque enmarañado y húmedo de Kemy. Ella solo le dijo: házmelo. Los dos cuerpos estuvieron largo rato como un resorte que se aprisiona y se suelta; los muslos se abrían y se entrecerraban con gran coordinación. Se clavaban las uñas sin decir nada. Solo jadeos seguidos de lengüetazos, que viajaban a cualquier lugar del cuerpo. Hasta que Kemy, elevando su grupa lo más que pudo se dejó sodomizar como si tuviera a flor de piel ese deseo. Ahora el italiano era el dueño de aquellas nalgas cubanas que un Dios caribeño le había regalado, y chillaba como un niño con los dedos metidos muy profundamente en la vagina. Chilló hasta que vino una sacudida colosal, y como un fogonazo las ingles se le fueron desinflando, así como se le desinflaba aquella corona enorme que seguía toda introducida en el hueco de las viciosas nalgas.  Kemy también perdía el ritmo del resorte y todo quedaba estático. El clítoris, sin desafío alguno, y el miembro entregado por completo al sueño eterno dentro de su cueva cubana.

 

III

 

Mi nombre es Keilly, pero me dicen Kemy. Y lo que más le preocupa a los demás es por qué si soy tan puta, soy tan reflexiva. Lo de Kemy es porque me quemé de tanto andar con los extranjeros. Mis amigas, que son excelentes, enseguida me atribuyeron ese sobrenombre.

Tengo otro cigarro en la boca y me hierve la sangre. El italiano no dejó mucho, sólo el convencimiento de estar satisfecho como maricón. Para mí es primera vez este suceso.  Pero mi estómago ya está lleno. Soy una cochina mazmorra. En la escala de hombres que he tenido, éste ha sido el único que me hizo sentir una intuición sexual distinta. Parece indicar que he encontrado en mi vida un surco de desvío que no conocía. Con estas ideas pienso alguna que otra vez en mi amiga Stephanie, fijándose en mis senos cuando estoy desnuda, y siempre diciendo lo mismo: me gustan tus pezones porque parecen cúpulas de iglesias.

Análisis, crítica o deseos. Qué querrá decir Stephanie. Es el entierro al que ahora estoy sometida. Si es un análisis tiene bastante de paisajista, si es crítica no la siento como censura, y si es deseo será fatal. Porque con las matizaciones que las lesbianas se hacen con sus vidas yo me siento aterrada. Dicen que entre ellas existe un placer muy profundo pero a la vez muy oscuro. Y yo con una vida así de clandestina no puedo, no podré.

 Pero forzosamente choco con la realidad. ¿Cuántos hombres han acoplado sus cuerpos al mío? ¿Y qué he sentido? Indiferencia, asco, desamor. Tengo miedo a la tradición de todos los pueblos: las putas todas terminan en tortilleras, hay quienes lo aseguran así. Por mi parte, hasta hoy he tratado de mejorar, pero es preciso no equivocarse desde la primera vez.

Mi primer hombre. Un tipo, solo eso. Mi primera carta de tolerancia y de desvelo. Me entregué a sus cochinos antojos. Desde entonces asqueo de todo como si fuera una especie de padecimiento, algo patológico. Y me acomodo muy fácil a lo que hoy no quiero ser: una puta.

 

Dormir con Stephanie, eso sería una loca aventura que quién sabe si tal vez salvaría mi honor. Los caracteres femeninos son atrayentes, no lo dudo, pero sentirlos…  Qué será sentirlos. Una falla social, dirán los mojigatos. Un traspaso de puta a tortillera, dirán los que se acostaron y se acuestan conmigo. Y yo, qué diría yo: padecimiento de trastornos en busca de la extrema sensibilidad. Eso es lo que diría. Pero en lo real lo que hago es gritar: puta, puta, puta y mil veces puta. Como si fuera un factor hereditario, una marca, una mancha.

Kemy tortillera por culpa del pecado de Adán. Qué va. No quiero ni pensarlo. Qué miedo. Yo pienso seguir siendo una chica Almodóvar, bien alejada de ese pastel. Pero siento un gusano comer en la madre de mis entrañas. Y  desde que ese italiano clavó su dedo como una lanza en mi clítoris algo me lloriquea por dentro. Siento sufro, ¿sufro?, un cerco a toda hora: Stephanie.

A través del espejo mira cuando me maquillo. Una mirada puta con reflejos de ternura.  Sus ojos vidriosos se apoderan hasta del carmín que unto en mis labios. Entonces un germen raro recorre mi cuerpo, se introduce como si fuera veneno para luego darme una alegría desenfrenada. Estoy incendiada, hirviente, como si tuviera una brasa roja de candela en el estómago. Y cada tres segundos recuerdo a la madre que parió al italiano.

Mi cuerpo, sabe Dios por qué se desmenuza. Un susurro fantasma pero cariñoso me entra por las costillas. Y le digo, tócame Stephanie, sé que Pavese no es el culpable.  Pero me siento aterrada y apenas alcanzo a ofrecerme. Pero de nada sirve que no pueda porque ella es una reliquia sagrada, y ya mi cuerpo es su hilo abrasivo. Ahora más que nunca quiero soltar mi grito pero no tengo éxito. Mi vida mundana se desploma y escondo mis pezones debajo de mis manos. Son míos, es lo único digno que tengo, le digo. Pero Stephanie es una piraña devorando placeres ocultos y bucea todo mi pecho hasta encontrarlos. Es que hay cuerpos imposibles de sostener, y el mío revolotea, se esfuma. Juguetea con mis dudas. Con exigencias extrañas, plácidas y onerosas se suaviza.  Soy su rehén.

El lienzo de DaVinci comienza a mirarme exaltado, preguntándose lo mismo que Villena: ¿y qué hago yo aquí donde no hay nada grande que hacer? Mientras que Pavese sin darme luz, cavila. Mi cigarro y yo continuamos ardiendo como también debe arder Stephanie, que ya con su boca sobre mis pezones aleja al fantasma de las putas para que yo sea la oveja mansa de las tijeras de DaVinci, y elija entre ella o Pavese.

Al fin sale como un tropel mi grito, pero ya no es un grito bohemio, ahora es grito de miedo. Porque el cuadro de Pavese se cayó de la pared y el  lienzo de DaVinci no tiene fértiles sus pezones, están transparentes. Stephanie sigue azuzándome y no se da cuenta de que olvidé la hora en que duermen las putas. Las manos transparentes y débiles acarician, mientras yo, Kemy su pecadora, recuerda a la madre que parió al italiano sentada frente al espejo, con los pezones cubiertos por dos manos huesudas y transparentes y débiles, que son ahora el alimento perfecto para consumar este nuevo horror. 

 

 

                                                   DE MI LIBRO: “A LA HORA QUE DUERMEN LAS PUTAS”

 

ESCRITORA, IDANIA  BACALLAO ITURRIA

CUBA. 2013

 

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