SE ECLIPSA EL SENO Y NO LLUEVE, ES FALSEDAD DE LAS ISLAS TANTA LLUVIA.

 CLOSE UP

             Para José Ramón, exótico ejemplar de familia.

 

Coloca la cámara en el trípode. La inclina buscando que su lente caiga perpendicularmente sobre el cuerpo. Busca el espacio, el aliento. Se desahoga exhalando peligro por sus poros. La música y su escenografía.  Se desnuda mirando con desenfado y malicia hacia la cámara. Baila ondulando sus caderas, se enlaza los senos con las manos. Hace un alto.  Suspira. Conversa con su cuerpo, se lo acaricia.  Saca la lengua y la suaviza sobre sus labios. Danza nuevamente muy suave con las manos entretejiendo el monte de Venus. Jadea. Los ojos viscosos, los senos erectos.  Especula.  Crea mitos.

 

Con gesto gatuno se sienta sobre una banqueta y abre las piernas desmesuradamente. La cámara sigue todos sus movimientos, como con obligada condición. Logra el real objetivo. Las piernas quedan abiertas. Enciende un tabaco y exhala el humo, lo dispara hacia la cámara.

 

Retadora, pega su encendido tabaco al bajo vientre. Grita. Convulsiona. Se repliega.  Luego aproxima una vez más el tabaco. Abre con la yema de los dedos la vaina húmeda. Coloca adentro, bien adentro la porción seca del tabaco.  Pulsa el vientre, se lo aprieta. Y un modelo platónico se dibuja en la cámara. El humo del tabaco sobresale como una erección entre sus muslos.

 

Echa hacia atrás su cuerpo. Se agita, convulsiona. Vuelve a pasar la lengua por la comisura sedienta de sus labios. Gime. Se examina con caricias sus pezones. No se reprime. Hace que su cuerpo gire y friccione movimientos con el tabaco, que bien dentro se conserva responsable de su acto.

 

Se mira, sonrojada. Sin vacilación su lengua alcanza la psicosis que expulsan sus pezones. Saliva, gimoteos.

Recoge una cadena y la frota. Se envuelve en ella, como acariciándola. Introduce cada pezón en los eslabones de la cadena.  Sobresalto. Deliro.

 

El poder, la posesión y la cámara. La duda placentera, el deseo, el refugio.  Avanza por primera vez, ofreciéndose. Cede parte de su delirio.  No valora el carácter imprudente y erótico del lente.  Es capaz.

 

Paso a paso, sin locuras hacia la locura. Apta para ensimismarse. No se permite descanso. El resultado no puede ser más que representación de un delirio.

 

La cámara y su eterno retorno. Madre doblemente nacida. Debatiéndose en el misterio. Ansia de las cosas vistas.

 

Para excederse en su triunfo, desciende y se adhiere a las entrepiernas cínicas que la seducen. Manera ociosa de mentir. Pujanza que inspira más viva que la vida misma. Ofuscación acompañada de melancolía. Desbordamiento. Hambruna. Avanza. Se puebla de visiones.  De olores.

 

Cruza la cavidad del humo del tabaco. Moldea la medida de la cadena.  Estructura la lengua sublevada. Abarca la raza del monte. Eclipsa el seno. La cámara separada. Ahora próxima. Con un solo propósito: redondear su ser.

 

Con seducción separa: ombligo, senos, pubis… Concluye esclava, hereje.  Cónyuge sin control.

 

Desprende la cadena de su cuerpo y ata con fuerza la cámara en su vientre. Una lengua lame el ojo que escribe sobre su ombligo: perjurio. Las manos revolotean imponiendo transformación, intercambio. Riesgo.

 

Entre razón y sinrazón, dos cuerpos se agitan, se afectan. Se apasionan. Y obsesionados como nunca se empañan con el acople.

 

 

CUBA, 2012.

LA TIERRA ESTÁ EN ACOPLE...

                               

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

QUIÉN ME PRESTA UNA PISTOLA

 

                       A Héctor Luis cuando bajaron los ángeles.

 

Aquel público no entendía nada. Solo la música que acompañaba les decía algo.  Él no era un actor sino Héctor Luis, el hijo de Ileana, el hermano de María.  Por eso fue que lo decidió, lo planeó hasta los excesos. El público era su aliado. Las luces se apagaron y surgió la exclamación, el desconcierto de siempre, ¡ay…!  Así fue como se escuchó la voz de Héctor Luis pidiendo una pistola. 

 

Pero no la pidió desde la miseria, lo hizo con enfática roña. Con dureza. La pidió con el alma.

 

Fue entonces que el público prestó atención al taburete, al traje… A la sábana que cubría el piso mugriento del teatro.  Pero no oyeron la voz.  La voz se quedó en el vacío.  En el eco de la campana de la iglesia.  Héctor Luis lo gritó.  Y lo gritó como un trueno para que repiqueteara desde lo hondo, desde el alma ¡Quién me presta una pistola, coño! Y la vista se le fue, se le quedó engarzada en el hombre de labios gruesos que lo miraba horrorizado.

 

Allí se le quedó. Quieta, húmeda como la lágrima que escondía cuando actuaba en escenarios baratos como el de aquel pueblo. En escenarios donde no comprendían que él no era Héctor Luis, su vecino. Él era un actor. Un hombre de tablas y no de tablazos.  Esos tablazos que le iban llegando cada día en la guagua, en la reunión, en la oficina… En su casa. Entre la gente.

 

La mirada reencontró la luz cuando el hombre chasqueó los dedos para despertarlo.  Para que no le pidiera más al público una pistola y respirara.  La vida es respirar, Héctor Luis… Respira, Héctor… Respira. ¡Eso! La vida es eso y no tu loca carrera.  La vida es mar, Héctor… La vida es luz… Pero Héctor Luis no quiso respirar.  Héctor no quiso el mar y siguió espantándose los mosquitos que le cantaban su himno de la picada. Siguió como el rey que quiere a su doncella bien muerta para que no le ordene a qué cortesana escoger o a qué país destruir. Siguió así, siendo un actor de tablas con música de fondo.  Una música que escogió para sus excesos. Que se lo decía todo, presentándolo ante sí mismo como un hombre acabado. Un buey que lame la carga para después cargarla.  Un Héctor Luis descalzo, harapiento, con sed de sueños… Una frívola caricatura de Chejov.

 

El público no se percató de que sus emociones también podían trabajarse indirectamente. Y que Héctor había pedido una pistola por obediencia para equilibrar el tiempo. Por reaccionar ante sus impulsos. El público estaba identificándolo cuando el hombre de labios gruesos le habló de la autopreservación y le mencionó a Olga. Una Olga que a él, actor, o a él, Héctor Luis, le importaba un carajo, porque esa Olga se tomaba su calma cuando cosía en su vieja máquina de coser una estola, una blusa o una sábana.

 

Él era el observador de la respiración. Él era el hombre que lo traía todo planeado, y por eso sin descanso pedía una pistola. No pedía una mujer que cosiera fantasmas en la madrugada o que fuera al mar para ordenar sus hazañas. Eso del hombre de labios gruesos le cayó mal.  Le cayó mal esa firme decisión de quererlo reajustar a esa tal Olga que ni él sabía quién era. Ni si tenía el poder para conseguirle una pistola. Además de que entre el público no estaba Olga.

 

Escondió una lágrima para que el hombre de los labios gruesos lo dejara a un lado con sus estupideces de los patrones humanos, que lo dejara fluir libremente sin tener que montarse en una guagua repleta o dormir en una cama con la música barata de los mosquitos o lamentarse porque el cuerpo le duele y el stress lo machaca. Él, el Héctor Luis actor de los obstáculos para autoevaluarse con una pistola. Con una jodida pistola que ahora le falta. La necesita porque el público no entiende nada y él se aprovecharía de esa insensatez para actuar con libertad y para que su mujer no le impusiera más nunca el yugo de "ve y consigue esto", "anda y trae aquello". Con una pistola apretada contra la cabeza, podría librarse al fin, de una vez y por todas, de sus quebraderos de cabeza.

 

CUBA, 2011, Y HOY LLUEVE...

¿QUÉ PEDIRLE A LA ISLA, IDANIA?

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