EL HECHIZO O EL OSCURANTISMO EN MIS NOVELAS, VALOREN

PERFUME NEGRO

 …creencia, magia

 

Vuelvo nuevamente a la calle esperando que el parque sea quien me perdone.  Sola no lo he logrado.  Dentro de la bolsa el libro de Rilke y en mi infinito deseo, Alberto.  Mis pañuelos nunca más en las oscuridades de mis gustos,  ni de mis  deseos.  Ahora en mis tobillos, en mis manos, en el parque… Para que sea él quien únicamente se lance a promocionar mi personalidad.

 

En un encierro uno se permite todo tipo de frase, son muy pocos los juegos y las distracciones.  En él todo es peligroso: los relojes, los cuadros… las paredes.  Todo mortifica, todo puede ser accidente.  El viento no se escucha y las telarañas son las que delatan este sentimiento de encierro.  Aguas sin contorno te llenan la mente. Y una abusiva sobreactuación te despierta porque en realidad el sueño no es sueño, es una voz de injusticia, de las que ofrecen hasta fatales pesadillas.  Solo hay un claroscuro: la mancha que proyecta nuestro propio cuerpo, algo que muchas veces se repudia,  pero que se debe llevar sobre sí, dentro de sí.  Y de todo esto lo más importante es salir y llegar al otro lado.  A la ciudad, aunque ésta ciudad sea una propia carga de manchas.

 

Así fue como aprendí la imitación de mi vida. Con una forma insoportable de desdoble para la búsqueda privada de mis máscaras y así huirme de mis dolores.  Pasaron semanas, rencores, odios y reencuentros para tener entre mis manos la obligación de ser quien no era.  Desde entonces Alberto también es otro.  Agitado y convulso,  la argolla que le cuelga de su nariz oscila como las cortinas de agua que el parque por maldad esconde.

 

Con sus nuevas instrucciones de danza trata duramente a su sensibilidad.  Pero ya no me enrojezco ante esa extraña inmadurez que ahora tiene.  He decidido que él es una tos, algo que se quita con solo tomar medicamento.  Pero su rostro de hoy me hace pensar en decepciones recibidas, o quizás en mi orgullo, en mi rencor, o hasta en mi odio....  Dentro de algunos años tendrá que dejar nuestro parque y sus gotas de sudor en otros cuerpos.  O en otras ciudades donde su estilo sea menos conocido, porque ya pronto será un mártir de almas. Se lo he visto en sus ojos.  En su alma.

 

Alberto se ha ensañado más en su profesión, y su único resultado es el cansancio.  Tal como yo estoy ahora, totalmente a destiempo con mi cansancio disimulado.  Quizás ni él mismo entienda la naturalidad con que hoy acepto la vida a media.  Solo el parque, con la calma de quien escucha una relación íntima me ha fortalecido.  Crece como un distraído.  Podemos caernos en su suelo, asumir arrogancias, privarnos de aplausos, que allí como un pedestal está el parque: vigoroso, borracho de tanta sutileza.

 

Y en el filo de su madrugada este mismo parque bendice la gran noticia: Este año Alberto iniciaba la fiesta de La Cabra por los méritos logrados con su premio en danza. Cuando oí aquella promoción giré haciéndole una reverencia con mis manos al parque y también bendije su invitación. Pero me quedé estática, casi como muerta.

 

No sé el tiempo que estuve detenida o casi crucificada con la angustia de la noticia.  Y quise guarecerme nuevamente en mi encierro.  Decirme: -tengo mucho miedo y quiero seguir llorando-.  Pero nuevamente volvería a confiar en el parque. Él recogería mi estela y yo su fe.  Un parque que al día siguiente me paralizó dos horas frente a mi espejo tratando de abstraer el horror de Alberto.

 

Pero ya yo estaba vestida de blanco como todos los invitados.  Y entre todos también estaba la confusión, el miedo, el llanto. El horror.  Pero curiosos, muy curiosos,  y depositando flores blancas en el altar de aquella cabra que se erguía como única deidad del aposento. Invitando así a todos a la entrada de su sagrario.

 

La cabra como el parque, perdonadora.  Dueña de tambores y velos. Flores, aromas y entidades.  El parque que ahora queda detenido en la oscuridad. Atronado por un silencio de animal.

 

Alberto también vestido de blanco. Bello, hermoso. Dispuesto a recibir las bendiciones de su santo.  Pero se le veía nervioso y con mirada estimulante sobre el velo de la cabra.  El ritual con maracas, cencerros y tambores. Y la hora de la bendición en nuestros pies descalzos.  Lejos de Alberto el parque, prismático en su paisaje, en sus meditaciones.  El parque ahora reducido entre agujeros extrapolares. Contagiado con otra misticidad.

 

Ante nuestra mirada la cabra quedó desnuda. El velo había sido su anuncio oculto.  Con sus ojos beatos estaba más inmaculada que una dama virgen.  Alberto con el cuerpo ya casi desnudo y envuelto solamente en collares y cintas blancas salió tocando campanitas para los santos.  Ahora era un Alberto distinto, limpio y casi azulado.   Sin escollos, sin marginaciones. Componiendo un parque nuevo, un parque de salmos y agua bendita.

 

Convulsionó como un pez fuera del agua después de sentir el tintineo de las campanitas. Iba y venía al compás de la música que retumbaba,  mientras alguien le rociaba el cuerpo con sangre de carnero.  Irradiaba mensajes bíblicos como un astro de superstición.  Yo estaba desecha mirándolo, ubicada entre sus únicas vivencias personales. Víctima de mi propio miedo o de su propio miedo.  Con lágrimas, solo con lágrimas como si fuera  su único guardián y guardaespaldas.  Ya dentro del embate de aquellos santos, con mi parque totalmente abandonado.  Ahora un parque fósil como mi cobardía.

 

Alberto con un gran valor artístico y una fuerza sobrenatural cayó al suelo enrollado como una madeja.  Yo tenía los ojos puesto sobre la argolla de Alberto, nuestra única cofradía y secreto.  Magnética por completo con aquella adivinación.  Dispuesta a colgarle otra argolla aunque ya el parque no tuviera bancos y los árboles solo fueran quimeras.

 

Contorsionaba cuanto movimiento podía darle a su cuerpo. Y logrando cierto exorcismo se lanzó dentro de los brazos de los invitados.  Después la boca se le quedó pegada a la boca de la cabra, humedecida ya con agua bendita.  Una oscuridad tenebrosa invadió al ritual, y un aire se hizo sentir sobre todos.  El parque había quedado sin socorro, en sus orillas crecía la yerba mala.  El parque, ahora sin leño de amor y sin misericordia.  Solo.

 

Se hizo un silencio y solo distinguíamos a Alberto con su boca pegada a la cabra. El animal lo absorbía.  Después una música de cuerdas se oyó resquebrajando los aromas de la casa,  y una persistente lluvia comenzó a entrar por el ventanal.

 

Yo quería gritarle como si le pidiera perdón al parque.  Gritarle que le fui falsa, muy falsa,  y que siempre desee vivir con él.  Pero una insistencia de truenos se hizo sentir junto a una manada de corderos que sangrando rodearon al cuerpo de Alberto.  Mi Alberto soñador, el único hombre que tomó mi arcilla para formarse a mi semejanza. Pero ahora con un veredicto como si ese mismo veredicto estuviera concluyendo fatalmente con su vida.  Sin el parque para proclamar su creatividad en la danza de la cabra.  Dormido y simbólico en un patrimonio de sangre.  Muerto.

 

No logró desprenderse de la boca del animal. Y en un instante que no supe ni donde estaba comenzó a entrar un humo perfumado en todo el ambiente.  Ya sin nadie evitarlo el cuerpo de Alberto comenzó a levitar escoltado por los corderos, que mordiéndose unos a otros le sangraban su alma.  La influencia que ya estaba dentro de mi cuerpo no me permitía gritar, pero yo ansiaba ser la génesis y a la vez el desamparo del parque.  Yo quería que la invasión de este dolor me matara e hiciera que mi testimonio rechazara toda muerte para esconderme con Alberto en nuestro parque: Profeta únicode nuestras locuras.

 

Yo quería ser más que imprescindible en ese momento. Participar en todo aunque hasta mi propia verdad también fuera falsa. Pero ya estaba ausente y llorando sobre mi última descarga de vehemencia.

 

 

 

 

 

 

ESCRITORA, IDANIA  BACALLAO ITURRIA

CUBA. 2013

 

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