ALMA DE LAS ALMAS, DIOS VIVE

 

POR SI LLUEVE

 

                                                    A Niurka,  tan limitada a        

                                    solo  simpatizar con sus nervios.

 

 

Norah llegó a mi vida a las dos y veinte de la madrugada.  No traía nada en las manos.  En su alma solo llanto.  Un llanto parecido a la heroína que quiere lograr un pedestal propio.  Seguro.

 

Nunca he vuelto a ser feliz, me dijo después de descubrirle en sus ojos amor y odio.  Sufrimiento y felicidad.

 

Traía, esta vez, una personalidad muy distinta.  Pero mi impaciencia e indignación no me permitieron estudiarla con mucha profundidad.  Sí con saña.

 

Norah vivía en un estado de excitación continuo.  Sus sentimientos fuertes y profundos fueron los que la capacitaron para llenarse de valor e irrumpir en mi patio en una noche lluviosa. Recitaba en un estilo muy refinado -que yo no conocía-  textos de maestros que ilustraron la historia literaria.  Parecía una mujer segura de sí misma.  Parecía.

 

Esta combinación rara que tampoco yo le conocía fue lo que me hizo abrirle la puerta.   Pero la fuerza de mi ego, después de tantos años, me obligó a desconfiar despiadadamente de su todo.

 

Norah con la extrañeza de mezclar la benevolencia con cierto egoísmo infantil le daba un aspecto mucho más juvenil a su cuerpo que cuando la conocí.  Solo su porte femenino y romántico no cambió.  Maduró.  Eso sí.

 

No necesité prestar oídos a lo que me decía.  Lo teórico y lo práctico ya estaban más que dilatado en mi vida.  Mis relaciones personales también habían cambiado en todos estos años.  A muchas personas esto les ha sucedido, dejan de ser igualitarios.  Y en cuanto tienen una oportunidad dan un puntapié y rompen con todo con tremenda  ventaja.

 

Su rostro era el mismo.  Guardaba más que un recuerdo en él  y los gozaba poseedora de  un inmenso regocijo.

 

Seguía desnudo como un dios griego.  Eso me resultaba pesado.  Porque todavía me sentía atraído por ese dios que creaba un trote de caballos muy fuerte dentro de mi pecho.

 

Como si la hubieran criado para poseer mis respuestas me fue llevando sin impaciencia pero con cierto entusiasmo hasta sus sentimientos más delicados.  Todavía le dolía nuestro amor.  Todavía se sentía ultrajada por los fuertes convencionalismos de su vida familiar.

 

Estaba atiborrada y se notaba que había llegado a descargarme su verdad.  Solo así se sentía que se rebelaría para toda una vida.  Que su existencia ya no sería tan loca.  Tan enmascarada.

 

Pero quien ha tenido una revelación tras otra durante tantos años ya no presume de fanatismo alguno.  Y como un gran catador, y saboreando con mucho decoro mi experiencia catadora, me percaté que su sensibilidad estaba estimulada solamente por vanidad.

 

Sin ser prosaico y sin artificio alguno esperé que bajara María Salas para conversar.  Para hablarle ante esos mismos ojos que ahora se abrían y cerraban muy nerviosamente delante de los mismos objetos que ella cambió de lugar en un tiempo, puliéndolos con orgullo.  Con ese mismo orgullo que ahora escondía entre lágrimas con una sagacidad mundana que me asustaba.

 

A las cuatro y cincuenta y cinco de la madrugada el aliento de mi vida comenzó a cambiar.  María Salas bajó como una centella.  Venía brava y rompió dos búcaros.  Cambió el color de las paredes.  Anduvo todo el cuarto con sus armas de caza sin tener –como siempre- licencia de caza alguna.  Con una inteligencia demasiado sobresaliente se detuvo en el rostro de Norah.  Enseguida se percató que Norah tenía una crisis de perdida e inseguridad.

 

Después con su buen espíritu encendido y a todo dar contempló el gran patio, la puerta principal y la explanada del cantero.  Y una jungla de espíritus desconocidos con escollos y peligros los fue bajando desde su más allá. 

 

Así fue como María Salas olfateó la ley de la selva.  Y combinó todo eso con lo trágico que traían los malos espíritus que había bajado.

 

Norah perdía así la voluntad de ser.  En su ser.  María Salas no perdonaba.  Yo tampoco.

 

25 de julio 2010

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CON SUS MISMOS TACONES

Alma, para que mi silencio no calle tus madrugadas.

 

MI SILENCIO ERA SAGRADO,

YO ERA RESPONSABLE DE SU VIDA…

¿QUÉ HABÍA MÁS ALLÁ DEL PECADO?

-ISABEL ALLENDE-

 

Dafnis se ha quitado su ropa como si fuera una conjetura de su propia esperanza, de su propia felicidad.  No piensa en nada.  Hoy está absolutista.

 

Solo tiene en su mente un pensamiento estable.  Casi como si fuera un pi. Ó un tres coma catorce dieciséis.  Eso la mortifica.  Ha querido deshacerse de ese pensamiento durante años, pero no puede.  Una y otra vez le llega, le penetra y se le estanca.

 

Quizás por eso hoy así, desnuda y debajo de su ducha tibia dentro del baño, trata de arrancarse a ese malévolo que la estorba como un perro lamiéndole su frente constantemente.

 

Ya está que le tiene miedo al silencio.  A la soledad.  A la quietud de su cuarto.  Y lo que más la molesta es que no ha tenido el valor de constárselo a nadie.  Y es porque lo siente más unido a ella que su propio lenguaje.

 

Da dos, tres y hasta cuatro largos paseos a solas en el cuarto.  Al final hasta riñe con ella misma después de secarse frente al aire del ventilador.  Nota la noche fresca y que así húmeda como está no siente tanto crujir al pensamiento.  Pero sabe que ahí está,  como un rocío danzarín que de un momento a  otro volverá a bailarle.  A juguetearle. Sin moverse del sitio de su mente.

 

Ha encendido un pitillo ahora sin moverse del sitio.  Sus pies descalzos se parecen a los de su mamá.  Por eso día a día se los mira con más detalle que nunca. Los encuentra alzados pero finos, y de una textura casi idéntica a cuando su madre llega del trabajo toda agotada y le gusta lanzar los tacones para quedarse así como lo está ella ahora mismo: descalza.  Sabe que su madre se ha aferrado a los jirones de una vida que ella no entiende, que a ella se le asemeja a un vía crucis.  A una realidad que ella nota cobarde, condenada. Marcada para ella por el jamás de los jamases, por el decidir morirse que verla así tan bella, tan culta y matando su suerte como una superviviente de una mañana en que ni imaginó que le declararía lo que hoy y siempre la tiene tragada, enclaustrada, ejecutada sin cesar una, dos y hasta cientos de veces en el día.

 

Dafnis cree que todo en su madre es obsesivo menos el amor que le debe tener como hija.  Por su parte sigue creyendo que la verdad de su madre es quien la devasta, la acosa.

 

No piensa ni ha pensado nunca en llamar a un terapeuta para afiliarse a su consulta como una más de sus pacientes.  Antes prefiere tomarse una cápsula de cianuro.  Cuantas veces le ha pedido a Dios que le explique por qué ella ve a su mamá como si fuera una judía divorciada de ese mismo Dios desde que le dijo aquella dichosa bomba. Que es lo único sobre la tierra que la tiene metida tan dentro de ella misma,  que hasta le ha dado por nombrarse idiota delante de todos los espejos que encuentra a su paso.

 

Dafnis quisiera podar ese pensamiento igual que cuando rastrillan el campo de bolos de la escuela.  Y ella se queda estática, hundida en la hierba que se va dentro del rastrillo; pero su cabeza insiste e insiste en recordarle aquel día de marzo que se desapareció de su casa sin dejar rastro alguno cuando su mamá vino muy sigilosa a su cuarto y le dijo aquello.

 

Aquel aquello que hoy lo cree el mayor desconsuelo de su vida.  La peor de las miserias.  Y si regresó a la casa no fue porque estaba constantemente a la intemperie, pues estaba ese día dispuesta a volar en pedazos.  Dispuesta a dormir de pocilga en pocilga, pero su carga en el alma era demasiado, era sin remedio. Adoraba a su madre como si fuera la esfinge más pura del mundo.  Y en el fondo de sus sentimientos, Dafnis sabía que era así.  Que su mamá moría más que ella contándole aquel secreto de marzo y debajo de una inmensa lluvia como dándole la bienvenida a la noticia de ese marzo inolvidable.

 

“Ya está, ya te lo he dicho, No me gustan los hombres…”

 

 

Ahora Dafnis la siente noche a noche encerrada en su habitación, oculta como una ermitaña.  Y cuando por fin le dirige la palabra lo hace solo para compadecerse,  para decirle que ella no se merece esto o aquello…O que ella se está convirtiendo en una carga para todos… Entonces es cuando Dafnis olvida el pensamiento, la noticia y la mira fiel a sus costumbres en su despacho.  En el mismo despacho donde casi seguro la amamantó durante madrugadas enteras sin dormir.  Y al verla así tan infeliz, tan abrumada por la tristeza se le encoge el corazón.  Pero ya está al tanto de que todavía no es el momento de suplicarle que la perdone por mala hija que se siente todos los días y a toda hora.  Ni tampoco tiene esas ganas de farfullar rezos que de todas maneras por ahora siente que no van a cambiar nada entre ellas.  Ni los deseos raros de su madre.  Ni la idolatría del pensamiento que la sacrifica cada mañana, tarde y noche con un fervor tan ardiente, tan desesperado que así desnuda en su habitación, y aún mirándose a sus pies descalzos se siente otra vez bañada en lágrimas como la misma noche de marzo que se preguntó ¿Hay algo peor que esto? ¿Hay algo más duro de soportar que esto?  ¿Hay alguna pena que invada más al corazón que esto?

 

 A veces cuando Dafnis deja que la invada totalmente esa pena se nota desplomarse.  Irse por completo de la vida.  Ella siente como si estuviera siendo expulsada de todas las partes del mundo.  Entonces se descubre así triste y malherida como una mujer madura como su madre.  Como una mujer destripada que no dejan de perturbarle negras ideas.  Y es que Dafnis así infeliz no se convierte en la peor hija sino en la mejor madre del mundo y se priva del mejor ser que ama en su vida: su mamá.  Para convertirse y confiarse a ser esa misma mamá que ahora está encerrada llorando, también perturbada por negras ideas que la hunden día a día más y más.  Que la entierran tiritando como si fuera viva debajo de la tierra y tuviera el frío del siglo. Entonces Dafnis ve a la misma Dafnis tan pequeña, aferrada como una mocosa a sus propios faldones de madre.  Y mira venir al padre de aquella Dafnis pequeña aferrada a esos faldones  con ganas de discutirle, que dónde estaba metido mientras la niña sufría gritándole mentirosa porque ella como mamá solo sabía decirle “que su papá regresaría enseguida”  que no faltaba nada más que un minutito para que llegara…

 

Y ahora está ahí parado como un general retirado ¡Qué fastidio! ¡Huyamos Dafnis! ¡Huyamos! Pero Dafnis mamá ve entrar una golondrina al salón y sabe que eso es señal de buena suerte.  Eso es señal de que su hija tan ardua, tan complicada, tan despreocupada puede renovarse mañana cuando se levanten temprano para ir al trabajo, y el miedo a la incertidumbre, al que dirá mi papá, al destino de la época esté carcomido.  Echado a un lado y convencido de que la leyenda de Dafnis era una novela mediocre, escrita por una apresurada salida a la intemperie de la lluvia de aquella noche de marzo, en que se le hacía interminable un pensamiento que la abrigaba como un alma desecada.  Y ella necesitó sacárselo, botarlo hasta por su propio nombre, Alma.

 

Cuba, 2012.

 

 

 

ESCRITORA, IDANIA  BACALLAO ITURRIA

CUBA. 2013

 

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